Relatos de un Gigante #5: El Criador de Avestruces
- Matias Avramow
- 7 abr 2021
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 ago 2021
Qué curiosas son las historias que uno puede encontrar en un pueblo tan chico como Pátzcuaro. No doy crédito de la cantidad de historias que se sumergen entre la zona lacustre y las calles empedradas. Aquí sólo me dedico a pasar la voz, como lo hicieron conmigo antes de escribirlo.
Matías Avramow

Sin título / Casimiro Pérez/ Sin Fecha
Eran los primeros días de otoño cuando llegamos a las tierras altas de la Meseta Purépecha. Los cielos ya entonaban rojizos y azules profundos, pero la hierba aún era verde a causa de las últimas lluvias. Es una hermosura difícilmente descriptible y, por ende, mi época favorita. Mi esposa, mi hija recién nacida y yo, apenas habíamos comprado un terreno con un jardín gigantesco, y una casa pequeña y antigua con poco más que algunos muros de adobe, unas ventanas de madera y un baño en el centro de la sala (nunca entendí la razón de esta tendencia arquitectónica propia de varias casas en la región).
Estábamos muy emocionados por conseguir un lugar así para vivir, era nuestra soñada casa de campo, nuestro lugar en el mundo. Yo tenía planes de hortalizas y árboles frutales, de paseos en la primavera y de ver crecer a mi hija entre paisajes de bosque. Me encantaban las madrugadas campestres y la gente... la gente, era todo un caso.
No recuerdo cuantos meses fueron, pero un tiempo después de habernos instalado esa primera temporada, conocimos a Pedro, el vendedor, ¿de qué?, pues de lo que la divina providencia le dijera cada día. El tipo era un hijo de adinerados de la ciudad, con herencia grande, y un corazón sencillo. Podías verlo cualquier día paseando con regocijo por las calles empedradas de la plaza grande con una afortunada (o no tanto) diferente cada semana. Se hacía conocer por todos como un tipo interesante y creativo, que levantaba castillos de la nada, y así vivió su estancia en este pueblo de pocas personas y muchas voces.
En el momento que lo conocimos, Pedro era nuestro vecino; bueno, no tal cual. Él rentaba un terreno que usó para criar avestruces. Entre las clases altas y los aspirantes, había surgido un boom con estos animales de cuerpo emplumado y cabeza lampiña. Su carne era de un rojo avioletado, y al parecer todas las partes del cuerpo se usaban para algún tipo de ritual y demostración de estatus. En fin, por los años noventa este animal fuereño llegó a ser parte de la vida culinaria de muchos, y por ende, de la económica de otros tantos.
En un principio, por nuestra ventana veíamos uno que otro pájaro corriendo a campo traviesa. Comenzaba a ser un teatro matutino el ver correr por todos lados a estas gallinas de cuello largo mientras tomábamos el café. El creativo dueño del proyecto no se aparecía mucho por el terreno, sólo visitaba cuando quería presumir el progreso de la granja a sus inversores. Todos, abogados y “businessmen” de las altas esferas chilangas, que venían a pasar un fin de semana en el pueblo “buena onda” de la Meseta. Era muy cómico ver a estos tipos con traje Armani, zapatos de marca, y peinados engominados, insertándose contra el lodazal del llano donde vivían y cagaban las bestias emplumadas. Estas iban de un lado a otro, y la alta alcurnia aplaudía, como Césares en el Partenón. A Pedro lo veíamos de lejos, gesticulando con una confianza incuestionable, y los otros lo iban siguiendo cual pingüinos hasta que el sol cayera. Por las noches las fiestas eran una constante, y se sabía en el pueblo de estas magníficas bacanales, donde había abundante alcohol y carne de avestruz.
Las aves eran increíbles, y cada vez había más, parecía que el proyecto se levantaba. Pedro vendía su carne y huevos a restaurantes, las plumas y el cuero lo vendía a los artesanos ambulantes, y el pico a algún coleccionista locuaz. Un buen día se acercó a la casa y nos invitó unas hamburguesas de avestruz. Entre bocados y tragos, él nos presumía de sus animales, y de todo lo que hacía con ellos. Para ser sincero, creo que el tipo tenía pasión por lo que hacía. No se callaba, pero mostraba una determinación férrea y un poco ciega por su granja.
Para él, su mayor orgullo eran sus aves y sus hijas: era un tipo entregado. Eran dos niñas preciosas, y muy consentidas. Siempre comieron de lo mejor, y se les permitió todo, al final Pedro era muy permisivo y de mente abierta… eran todo para él. Sin embargo, la suerte no fue su fuerte. Después de su divorcio, el negocio y todo lo demás, fue en declive.
El terreno que tenía fue perdiendo valor y comenzó a vender avestruces a quien quisiera y con precio bajo. El problema es que eran tantas que no podía darse abasto. Ya nadie quería uno de esos pajarracos.
Una mañana, a la hora del café, nos dimos cuenta que había avestruces sin cabeza corriendo por el campo. Como las gallinas, estas aves tienen la capacidad de continuar aún muertas. La cosa fue una masacre, había cuerpos y fosas comunes llenas de estos animales. Por dos semanas escuchamos gritos y alaridos de terror de las pobres y devaluadas ánimas que esperaban en fila su sacrificio en serie. Para nosotros fue un gran problema, por las noches venían manadas de perros a escarbar la tierra y sacar los cuerpos. Al final, entre el matadero y las crisis, Pedro perdió más que su negocio.
Parece ser que, entre sus costumbres, el alcohol estaba muy presente, y este fue consumiendo poco a poco al hombre hasta no dejar nada. La última vez que lo ví, estaba en la calle vendiendo su cafetera eléctrica para tener unos pesos. Un tiempo después me enteré que regresó a la ciudad para no hacer nada, y luego voló a Alemania, para hacer lo mismo. De él no quedó mucho en el pueblo, ya pocos hablan de él, pero nunca falta la persona, que en discusiones de borracho saque la historia Pedro, el criador de avestruces.
Octubre 4, 2020
Referencias
Pérez Casimiro. (). Sin Título. Extraído de: https://www.pinterest.co.uk/pin/709739222502347125/ [Fotografía]
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