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Relatos de un Gigante Ep. 4: Tomás y Elvira

  • Foto del escritor: Matias Avramow
    Matias Avramow
  • 7 abr 2021
  • 8 Min. de lectura

He vivido cosas curiosas en mis años de vida, muchas que intento no recordar. Ésta en particular la cuento cada vez que tengo oportunidad.





Tomás y Elvira/ Matías Avramow/ 2016


Matías Avramow


Fue hace unos cuatro años que llegué a la Ciudad de Oaxaca en busca de lo que encontrara para terminar mi carrera universitaria. Francamente, quería escaparme a algún lugar de la sierra en donde pudiera aprender y escribir. Estaba harto de las clases de cuatro horas, los trabajos en equipo y las reflexiones etéreas. Me interesaba mucho la agricultura; sobre todo el café, del cual era y sigo siendo un consumidor empedernido. Recuerdo que estaba en el salón de clases, en vísperas del fin de periodo, soñando despierto con mis futuras aventuras en ese Estado tan diverso. Ya tenía todo planeado, el día que terminara, me iba disparado a la Ciudad de México, en donde tomaría el autobús Pantera Rosa, una carcacha de cuatro ruedas con capacidad para 80 personas sentadas y unas 20 más paradas; partía a las 11 de la noche para llegar a las seis de la mañana. Yo, como buen gigante, tenía que dormirme doblado entre el asiento de enfrente y el mío.


Y así fue, unos días después, dejando atrás las lecturas soporíferas y los desvelos académicos, agarré la mochila y me fui. Tenía mi diario de campo y mucha información recopilada, también tenía nula idea de por dónde empezar a buscar. Al llegar a Oaxaca me vi con mi buena amiga Delphin, francesa de 24 años que se había instalado más de cuatro veces consecutivas en esa ciudad, y que conocía más del lugar que muchos. Hablé con ella y decidió llevarme al Mercado del Pochote, un tianguis de productos locales y orgánicos, fundado por el padre de muchos de los proyectos importantes del lugar, Francisco Toledo. Ahí, me fui paseando entre los estantes, buscando inspiración divina. Como es propio de mi persona, platiqué con cada uno de los productores y les conté mis inquietudes, ellos respondían muchas veces con cosas que no tenían nada que ver, principalmente con intención de venta. Lo bueno es que siempre me ofrecían muestras de sus productos; al final había tomado tres cafés, cinco mezcales y comido una tlayudota.




La flor del Café/ Matías Avramow/ 2017



Entre todos los productores y vendedores, de los que abundaban marcas y mercancías de altos precios, y éxito visible en sus ropas y versos, conocí a Elvira. Ella era una mujer sencilla de unos cincuenta y tantos, que producía café orgánico con su esposo Tomás. Imagínense, era una señora fuerte, medía la mitad que yo, de piel gruesa y ojos negros. Tenía una mirada dulce y un poco tímida, y me daba la impresión que estaba más en su mente que en el mundo de los vivos.


A ella le conté sobre mi interés de conocer su hogar y de entender cómo crecían el café. Rápidamente me dijo que debía conocer a su esposo, y que esperara una media hora en lo que llegaba. Delphin y yo nos miramos en tono de emocionante acuerdo, y nos sentamos a esperar. El puesto en donde vendían su producto tenía un letrero grande que decía “Productos de Tanetze de Zaragoza”. No solo vendían café, también había plátanos rojos y amarillos, vainilla, miel y piloncillo. Elvira nos contó que ellos recolectaban lo que muchas familias de su pueblo producían, y todo lo vendían en este tianguis de fin de semana.


Mientras platicabamos, llegó al local un hombre de estatura similar a ella, con ojos saltones y una gorra roja que decía “U.S.A”. Comenzaron a hablar en zapoteco -después me enteré de eso- y yo solo me quedé callado a esperar que se dirigieran a nosotros. Unos minutos después, él se volteó y en un tono suave nos dijo, “mucho gusto, yo soy Tomás. ¿Entonces van a acompañarnos al pueblo?” Después de un intercambio de sonrisas -entre todos- y una mirada de acuerdo -entre Delfin y yo-, nos fuimos disparados a preparar mochilas e irnos el siguiente día.


El autobús que va a Tanetze se llama “Tierra y Libertad”, sale una vez al día y a las 4 de la tarde. Nosotros, desde temprano nos fuimos a ayudar a empacar y guardar todo en una bodega que rentan cerca de la central de abastos -lugar donde también duermen Tomás y Elvira. Son 6 horas al lugar, y no es que sea muy lejos, pero el camino aculebrado y de terracería, hacen más largo el trayecto. Cuando entramos al camioncito todos se nos quedaron viendo… ¡Claro! Dos güeros que apenas entraban parados subieron a un transporte pueblero. El paisaje se componía de mercancía, huaraches de cuero, alguna gallina suelta y unos niños jugando en el pasillo; todos hablando en zapoteco.


El camino pasó de terrenos secos, polvosos y urbanos, a torres arboladas, y aires frescos; aromas a pino y tierra mojada. Íbamos saltando entre cada bache y tope que pasamos. Después de un rato, Delphin quedó desfallecida con la cabeza colgada y los brazos agarrados al asiento. Yo, en la ventana, viendo cada pueblito, los niños jugando al borde de la carretera y el peaje voluntario que pedían los desafortunados caminantes cargados de maíz que llevaban a vender a la ciudad.


Poco a poco el aire se tornó húmedo y pesado, pero limpio, yo me entretenía sólo siguiendo los cables que iban en la rivera del canal de tierra. A dos horas de llegar, paramos a almorzar. Comimos unas tlayudas de tasajo con un café de olla, no hacía tanto frío, pero salía vapor de todos los platos. Recuerdo quedarme platicando con el conductor de autobuses que llevaba más de 20 años manejando el mismo vehículo; lo pintaba, limpiaba y mantenía. 20 años arreglando la vieja máquina que iba subiendo lento por los cerros terrosos de la Sierra Norte.


A Tanetze llegamos ya noche. Tenía las piernas dormidas y la cabeza dada vuelta; nos cargamos todo en la espalda y nos fuimos cerro abajo hasta llegar a la casa. Uno podría decir que su hogar era sencillo, pero no pedía nada. Una sala grande con un ventanal que daba al valle, una cocina con estufa de gas y un fogón de leña; un baño y dos cuartos. La pared repleta de fotos de familia y visitantes extraños, como nosotros. Ahí me di cuenta que no fuimos los primeros locos en llegar al pueblo y a esa casa. Cenamos un pan dulce y un té de hierbas que sacaron de su huerto de traspatio, y de ahí tocamos la cama… no me acuerdo de nada hasta despertar el día siguiente muy temprano.


En la mañana preparamos algunas cosas y nos fuimos al cerro, apenas amaneciendo Tomás prendió un fuego en un techo construido en medio del bosque. Después de tomar un café, nos pusimos a pizcar. Yo llegué con libreta en mano, como antropólogo de National Geographic. A la hora de trabajo, la libreta estaba en algún lugar de la parcela, y nosotros concentrados en sacar la mayor cantidad de cerezas (de café) posible. Trabajamos de sol a sol, y como la mula -llamada “Nene”, que tenía actitud de perro- estaba cansada ese día, me tocó la cargadera.




Nene/ Matías Avramow/ 2017


Creo que pocas veces recuerdo haber comido tan bien como después de un día entero de trabajar con Tomás y Delphin. Elvira se había quedado en casa cocinando y arreglando cosas en el pueblo. Por la noche nos quedamos platicando en la sobremesa. Nosotros preguntábamos acerca de la vida ahí y ellos nos preguntaban sobre la nuestra. Tomás terminó siendo un excelente profesor de zapoteco, y yo un obediente discípulo.


En la cocina vivía Chip -la tarántula-, y su familia. Tomás decía que todos los animalitos que vivían en la casa tenían un trabajo (todos menos la mula, que era la consentida), él les tenía un cariño familiar, y eso eran al final. Chip y el gato eran los encargados de comerse las cucarachas y ratones. Cómo nos lo contaban, parecía que había más camaradería entre esos dos, que entre muchos que conozco. Podías ver al par jugar en la cocina, ninguno sentía miedo del otro, o ganas de comerse.


Una noche después del trabajo, Delphin y yo estábamos haciendo nada en la casa cuando Elvira se acercó y nos invitó a un velorio. La verdad es que me dio vergüenza ir a ver un muertito que no conocía, así que decidí quedarme con Tomás. Ellas dos se fueron después de recolectar una ofrenda: diez medallones de panela -piloncillo- envueltos en hojas de elote, una cubeta azul llena de maíz desgranado, y un botecito de miel. La verdad es que pensé que el ambiente iba a ser de tristeza y penumbra, pero cuando las chicas volvieron me di cuenta que era todo lo contrario. Delphin me dijo “¡güey, está bien chido! Todos están celebrando, ¡vamos al otro!”. Yo quedé un poco atónito escuchando a mi amiga referirse a los velorios como si fueran bares o discotecas, pero rápidamente me paré, me calcé y nos fuimos.


Se escuchaba la tambora desde que comenzamos a subir la calle empedrada, las casas estaban vacías; la gente, ya borracha celebrando la vida que todavía conservaban, y recordando al que ya la había perdido. El último, postrado en una mesa de madera, cubierto por una delgada sábana de flores entre azules y rojas. El ritual consistía en llegar y sentarse frente al difunto unos 10 minutos y luego subir a comer tlayudas con café. Delphin y yo quedamos sentados ahí, frente a un cuerpo desconocido, y rodeado de, también, gente desconocida que parecía más interesada en el par de fuereños que en el pobre tieso. De ahí nos fuimos para arriba y todo fue más relajado, para ser sincero no recuerdo que nadie haya hablado más de diez palabras de español. Pero después de unas tlayudas con frijoles y chiles en escabeche, y un cafecito cargado de aguardiente, todos terminamos riéndonos. Fue una noche entre extraña y divertida, de esas que, si sobre pensábamos todo lo que pasaba, no la hubiéramos pasado tan bien como al final fue. Volvimos a la casa pasada la media noche, y llegamos a dormir -como siempre- como bebés.


Tanto Elvira, como Tomás no iban más a la iglesia. Los habían vetado fulminantemente por haber protestado en contra de la entrada de partidos políticos al pueblo. Allá como en cualquier lado, son considerados sanguijuelas. Ellos iban más por los gobiernos de usos y costumbres que la política vertical, pero al parecer, el cura, con intereses más cercanos a lo mundano y lejanos a los del más allá, esparció la palabra de dios para que el PRI llegara a la municipalidad. Después de eso, la pareja fue tachada, pero no por muchos, ya que solo algunos se creían el cuentito. ¡Bueno! Pues ya tenían no que perder el tiempo en rituales alegóricos y ademanes sin sentido. Igual iban a la ciudad los domingos así que mucho no les molestó.


Ellos eran muy apreciados por la gente por el servicio de mercadería que brindaban al pueblo, y eran bastante respetados. Además, tenían una tostadora de café en su techo, que gratamente prestaban a quien necesitara para darle los puntos finales al proceso cafetalero y poder venderlo en la ciudad. Antes de volvernos nos enseñaron cómo hacían todo el preparado, tostado y embolsado. Nos sorprendieron tanto que terminamos comprando y promocionando su producto.


Después de una semana de convivencia, volvimos a Oaxaca de Juárez. Yo, sin libreta ni investigación, y tampoco con un libro de Galeano que estaba leyendo en el momento; El Libro de los Abrazos sino mal recuerdo. Se los regalé con la condición de que lo leyeran hasta el final. Ya nunca les pregunté si lo hicieron, ni siquiera cuando volví la primavera siguiente.


Solo visité dos veces a esa pareja, pero con eso tuve para recordarlos más como familia que como conocidos. Y me gustaría volverlos a ver, pero cambiaron su número hace un tiempo. Traté de contactarlos vía remota pero no hubo caso. Así que tendré que volver al Mercado del Pochote en fin de semana, o aventurarme en el Tierra y Libertad para tocar su puerta y verlos otra vez.



Elvira en la Pizca/ Matías Avramow/ 2016

Octubre 14, 2020


Referencias




Avramow Matías. (2017). Tomás y Elvira, y Tanetze. [Fotografía]

Avramow Matías. (2016). Tomás y Elvira, y Tanetze. [Fotografía]


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