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Relatos de un Gigante #2: Cecilia y Stephano

  • Foto del escritor: Matias Avramow
    Matias Avramow
  • 7 abr 2021
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 1 ago 2021



“Algo que me llama es que mi hija Daniela ya sabía del cáncer de mi marido…”, Cecilia.


Matías Avramow


Ayer en la madrugada, entre platicas alcohólicas, Cecilia me contaba de Stephano: un zapatero Suizo que llegó a México en busca de la austeridad, y encontró una vida llena de amor. Llegó a Iztapalapa, en la Ciudad de México por ahí del 82, y buscaba donde caer dormido. Por mera casualidad conoció al Chino -fundador e integrante de “Los Rastrillos”- que le ofreció una casa sin gas y apenas una cama. Pero la compañía era inédita…


Cecilia se había salido de su casa hace poco tiempo. Con la madre ya no se hablaba, y los hermanos la miraban con un juicio antiguo y tradicional. Ella estaba terminando la carrera de pedagogía y formaba parte de un programa de alfabetización en zonas populares de los alrededores de la ciudad. Chimalhuacán es de lo que más se acuerda. Contaba que tenía que irse antes de las siete de la mañana en los camioncitos “chiloltecas”, unos pequeños autobuses que asimilaba más un carro borracho, rápido y tambaleante que un transporte público. Ella iba todos los días, con sus libros y sus piedras. Las últimas las necesitaba sólo en temporada de lluvias, ya que ella misma construía caminitos entre los charcos gigantes que se hacían en esos alrededores de Texcoco.


Cuando regresaba de la alfabetización, Cecilia se iba a su cuartito de dos por dos, con una cama y una cocina. Era muy bueno para ese momento, tan solo pagaba cincuenta pesos en ese polvoso barrio de Iztapalapa. Un día como cualquier otro, ella se fue a la casa del Chino. Según cuenta, iba por un porro, sabía que él y sus amigos fumaban marihuana, tomaban café y luego de eso se ponían a jugar cartas todo el día.


Al tocar la puerta, Cecilia, como lo describió, volteó hacia arriba y vio a un “güero, guapo, flaco y de barba descuidada” que le abrió la puerta y lo invitó a pasar. Él le ofreció un café insípido y frío, pues no había gas, e imagino que ese güero tampoco se habrá fijado mucho en el método. A partir de eso, unas pláticas y un supuesto cortejo, se conectaron estos dos: la maestra y el zapatero, los dos en Iztapalapa, los dos viendo qué carajos hacer con su vida.


Al poco tiempo, ella dejó la docencia y comenzó a vender zapatos de cuero en el centro de Coyoacán. Según él, ella era “la vendedora estrella” y siempre le fue bien en eso, tanto que hoy en día sigue en el oficio… ya sin Stephano, pero acompañada de tiempo y de trabajo. Pasaron por varios lugares, ellos dos. Vivieron en Guatemala, en la Ciudad de México, en Tzurumútaro, y hasta en Suiza. Al final terminaron en una casa chica con mucho campo, dos hijas y un taller en Pátzcuaro.


Stephano era un tipo muy austero, yo no lo conocí, pero me contaban que siempre se negó a comprar un auto, si iba a algún lugar era en su bicicleta. También vivían en lugares campestres, que no pidieran más que lo necesario. Además, era un tipo indiscutiblemente extranjero, que negaba rotundamente sus raíces. Donde estaba lo confundían con “gringo, güero, fuereño”; al recibir dichas declaraciones, alegaba que era de México, incluso antes de pisar tierras nacionales lo hacía así. A mí me parece, muchas veces lo que cuesta es entender que el pasado te marca, pero lo demás ya es a cuenta propia.


Hace siete años que esa enfermedad se lo llevó. Ahora las hijas son grandes, y el peso de los años se siente sólo en cuerpos que le hacen caso al fatigo. Cecilia sigue trabajando en el mercadito de la plaza grande, en Pátzcuaro. No solo se dedica al oficio, además es tesorera de la unión de comerciantes, y está construyendo una nueva casa con su hija Daniela, y su gato sin nombre definido. El tiempo no detiene la voluntad si uno no se deja, y parece que ella sigue y seguirá.


Agosto 30, 2020



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